No lo podemos evitar. Nos encantan las novedades. La emoción de imaginar, de sorprendernos, de descubrir, de maravillarnos, de embelesarnos. El año que está por empezar, el curso que comienza, las vacaciones que estamos a punto de iniciar…
Yo soy una auténtica fan de las sorpresas. No falla, disfruto más con el momento de los preparativos, el paquete envuelto, las miradas picaronas, más que con el regalo/la noticia… En mis años (que son unos cuantos…) han habido situaciones de sobras para que descubriese una fiesta sorpresa, un regalo avanzado, un plan preparado… Y en la mayoría de los casos he hecho oídos sordos o directamente, he explicado a la persona implicada que no quería saber nada hasta que no llegase el día de saberlo. No puedo evitarlo, he aprendido a disfrutar más el camino que la propia llegada en sí.
Pero han habido épocas que esa espera me ha generado sentimientos encontrados. No he podido, no he querido, no he sabido esperar. He ninguneado mis días, tachando en el calendario lo que faltaba para ese momento tan esperado. La emoción de lo nuevo es arrolladora.
Ese poder arrollador e incontrolable se lo debemos a varios procesos mentales, entre ellos el envío de información de la amígdala, invadiendo la corteza cerebral que precipita nuestro deseo de inmediatez. Queremos que lo que es nuevo, lo que a partir de ahora va a ser “lo bueno” llegue ipso facto. También existe el mismo camino a la inversa, la corteza cerebral enviando información coherente y racional a la amígdala, pero al tener menos conexiones que a la inversa… ¿quién puede escapar fríamente al deseo de inmediatez? Añado, y está comprobado, que uno de los neurotransmisores implicados es la dopamina, encargada de aportarnos placer… ¿Quién quiere escapar fríamente de esa estupenda sensación?
En resumen: la emoción es más fuerte que la razón; y es por eso que la emoción a lo nuevo nos invade de manera plena el cerebro y nos cuesta pensar con frialdad. Obviamos lo que ya es habitual en nosotros y hasta podemos menospreciar lo que nos es familiar ante la novedad. El ejemplo más claro, nuestro día a día, nuestra vida en general o aspectos contretos de la misma.
¿Y si te digo que al año tienes 365 oportunidades de novedad? Me estás leyendo con mirada socarrona quizás, pero es cierto. ¿Qué hay más nuevo que un nuevo día? Puedes contestarme que el día siguiente también será nuevo y el otro, y el otro, y el otro… pero, ¿no sería más interesante resignificar el concepto de novedad, y aplicarlo en tu vida? No se trata siempre de adquirir novedades, si no de convertir en novedad lo que para nosotros es ya habitual.
Piénsalo bien, si esta próxima semana fuera tu última semana en el planeta, ¿no tomarías con energías renovadas los días para llevarte un buen recuerdo allá donde fueras?
Ya sabemos que la parte racional de nuestro cerebro envía menos señales que la parte emocional, pero ¿y si procesamos este hecho racional y lo aplicamos a nuestro día a día? ¿Y si eres capaz de reenamorarte de tu vida? ¿Y si te digo que eres capaz de cambiar aquello que te parece tedioso y rutinario por algo que sea estimulante para ti y lo hagas con la emoción de quién recibe un regalo de vida? ¿Y de cambiar de manera práctica lo que no está funcionando en tu vida? ¿Hay algo más emocionante que resignificar tu vida?
¿Quieres empezar un nuevo camino?
¿Nos acompañamos a hacia un objetivo positivo?
Si es así, bienvenida/o. Libera dopamina. 🙂