Desde que soy madre he tenido oportunidades a miles de resignificar los conceptos de educación de mi generación y en concreto de mi casa. Y no sólo para educar a mis hijos si no para pacificar y cerrar conflictos latentes con mi yo niña y avanzar hacia la persona que quiero ser. Quiero aclarar que he tenido una infancia muy feliz y me siento agradecida por ello, pero en según qué situaciones me he planteado qué hubiera sido de mi si la respuesta de los mayores hubiera sido distinta.
Que vivimos en una sociedad que niega las emociones negativas no viene a ser una novedad, y que en la crianza de los hijos el «no» ha campado a sus anchas sin complejo alguno durante generaciones.
La mayoría de las peticiones de los niños acaban en «no», la mayoría de los juegos acaban en «no». ¡Ojo! No apoyo una educación permisiva en la que todo sean «sí», los absolutismo son malos resumiendo, pero seguro que conocéis a alguien que tiene el «no» constantemente en la boca… es agotador escucharla, ¿cierto?
La anécdota que explicaré le sonará a más de uno/a si convive con niños. Un día comiendo con mi hijo mayor que tenía 18 meses por aquel entonces, estábamos en los postres y él comía un yogur con su cucharita, me despisté unos segundo y cuando volví a mirarle tenía toda la mano metida en el envase del yogur, queriendo agarrar la espesa crema con su puñito y dejando que le cayese hasta el codo, acercando el envase a la cara y manchándose con el envase hasta el pelo. Me hizo gracia el primer nanosegundo, después me quedé helada al ver cómo se estaba poniendo y todo lo que tendría que limpiar, puesto que las gotas de yogur ya llegaban al mantel, ropa, suelo… Y en aquel momento hice lo mejor que podía y sabía hacer ante los problemas: Respirar. Respiré profunda y lentamente unas cuantas veces mientras me dirigía al fregadero para buscar un trapo con el que empezar a limpiar la marea láctea de la cocina. Y como un piloto automático se encendió un pensamiento instaurado en la parte más básica de mi ser “con la comida no se juega”.
Mientras iba limpiando el desaguisado iba recapacitando en la frase típica que más de uno hemos oído en la mesa cuando hacíamos algo socialmente inaceptable (tocar los macarrones con los dedos, marear un garbanzo con el tenedor por todo el plato, meter una patata frita en el refresco…) y me planteaba la idea de aparcar las expectativas y normas sociales más a menudo y disfrutar jugando, experimentando.
Porque doy por hecho que para que Ferran Adrià llegase a ser uno de los mejores cocineros, y crear la espuma de aceite de oliva (entre otras) ha tenido que jugar con la comida lo que no está contado. Y tampoco me imagino que alguien le pidiese a J. R. R. Tolkien que dejase de inventarse idiomas y se centrase en el latín (por poner un ejemplo).
Y es que la curiosidad y el empeño que se pone en la infancia es difícil de igualar en la edad adulta, más si en la infancia han recortado de forma drástica la manera de jugar.
Es por eso que te invito, tengas la edad que tengas, que revises los “noes” recibidos en la infancia, valores si querrías rescatar esa curiosidad inocente de los acontecimientos y de los objetos y te permitas jugar para experimentar qué se siente libre de normas. Porque las normas son necesarias, pero no para cohartar el aprendizaje. Re-aprende, re-vive, re-significa los conceptos que has dado por sentado en tu vida. El límite del juego, de la curiosidad, de la experimentación lo pones tú. Lo único que hay que tener en cuenta es no ofender ni dañar a terceras personas en este redescubrimiento. A parte de eso, siéntete libre para jugar.
¿Hay alguna frase de “no” con la que vibras especialmente? ¿Te has permitido revisar las normas absolutas que han convivido contigo?
Gracias por pasarte a leer, siéntete libre para comentar.